lunes, 22 de abril de 2013

El cíclope más raro del mundo
con la personalidad más belda.
El cíclope más temido de Europa
con el lucero más visto.
El ojo tan sensato y gigante
que espantaba a las mujeres
a los niños y a los hombres.

En Europa lo buscaban
lo querían encerrar
lo querían escondido
para con él facturar.
El cíclope más triste
tenía tres pelos en la barbilla
y el cabello se le caía.
Los niños de la rivera
lo empujaban y burlaban.
Los sargentos querían acribillarlo.
Los clérigos rogaban al cielo
que lo alejen y lo entierren.

Sus vecinos le decían
que en Europa sólo había
ojos juntos, y de a par,
que asustaba a sus hijos
y no los podían calmar.

Los niños alzaron sus telas,
sus juguetes y herramientas,
colgaron dos sogas a un árbol,
entraron y vieron al unojo
llorando en su regazo.
Comenzaron a gritarle
lo humillaban con insolencia,
se reían con malicia
y lo debilitaban.
El cíclope aturdido
cerró las ventanas y puertas
y se tapó con su manta.

Uno de los niños,
el más travieso de todos,
quería saber que guardaba
un monstruo en su recinto.
Revisó estantes y cajones,
se guardó un reloj que llevaba escrito
"Con espera y bondad,
tu deseo más profundo
se concretará."
Divisó una foto de su madre,
una hermosa mujer
de pelo largo y rubio
rasgos finos y europeos.
Tenía un sólo ojo como Silvio,
y la sonrisa más grande que su vista.
Clara había partido hacia Escocia,
donde vivían los titanes en islotes.

El niño tomó la foto,
se repantigó en el suelo de cemento,
la observó con repudio a pesar de su encanto.
Se ausentó por la puerta trasera,
y vendió el reloj en las calles de feria de la calle Mármol.

Silvio no quería estar solo
quería ver a los niños jugar
ayudar a los ancianos,
ver a los jóvenes vivaces como él
y mujeres protectoras por el mundo.

Tomó su té de la tarde
un dulce Camellia de boldo
con chocolate caliente.
Alzó su libro sobre duendes
y salió a transitar el bazar.
Caminaba sinusioso por la calle,
la concurrencia lo miraban,
saludaban de la mano
pasaban con tranquilidad.

Los duendes de la rivera
de unos 60 cm. de picota
-lo que tenían de pequeños
lo tenían de respeto-
se le acercaban y abrazaban.
Los clérigos lo agasajaban
con artillería eclesiástica.

Halló a su reloj
entre miles de joyas
diez años adelantado.
El mensaje escrito
había sido manifestado.
Hombres y duendes
se aceptaban entre sí
y los cíclopes reinaban.
Volvió la madre de Silvio
con detalles escoceses
en su traje de poliester.
Sus ojos brillaban
como unidos, y de a dos.
Silvio y Clara eran los más lindos cíclopes
de la calle Mármol.

Europa, 1945

Los ojos de Colin


Un vendedor de películas en la línea H es o era igual a Colin Firth, con esa índole de cortesía y sugestión; con esos ojos prodigiosos y de abrazadora sensibilidad.
Caminaba por el andén y se me acercaba con la oferta: -Señorita?- Cómo me inhibía... sólo disentía con la cabeza, no iba a decirle que me parecía caro, tampoco que no compro películas que miro en Internet.
Luego bajaba y subía al segundo andén, se daba vuelta desde donde estaba, y nos observábamos a través del cristal sucio. Todas las tardes se repetía la historia.
Mientras subía la grada maquinal miraba para abajo, y cual Colin, con ojos fascinantes me miraba detenidamente a los ojos, siempre a los ojos. Únicamente.
Pasaban los días y continuaba pensando en si tenía que hablarle, aunque no sabía realmente que decirle. Si iba a dirigirme, tenía que haber una razón, y la razón era más épica que prudente.
La última vez que lo vi, me miró como requiriendo que le hable, como diciéndome 'ya es hora y no sé por donde empezar'. Ya no tenía su bolso azul, me encontraba perpleja, y sólo seguía sin responder a su semblante.
Me hice la ingenua y abstraída, lo miré sin interés... mientras hablaba con alguien más -Bueno, nos vemos la semana que viene, el lunes voy a estar ahí- Enseguida bajó desganado e inherente del subte, suspiró con un gesto de lamento y esa fue la última vez que no me atreví... fue su último día en el tren, en todo lo que la línea recorre, y no volví a ver sus fornidos ojos nunca más.
Eran como fertilizante para mi ánimo, eran tan expresivos que no me dejaban sentirme distante; como de un artista a su obra, contenía su grandeza. Se esparcía la esencia por lo que nos quedaba de distancia (...) Todavía puedo recordar esos ojos que dejaron su rastro en cada estación.

Casa de escarlata


Con mi hermano nunca tuve una buena relación. Lucio solía experimentar con mi inconsciente. Utilizaba infusiones, piezas de hipnosis, bálsamos, entre otras cosas. La última vez fue un té de ruda que dejó sobre la mesa; estaba fuerte, pero sin mosquearme y con gusto me terminé la taza. Me recosté en el jergón, y de pronto colores, texturas, aromas y quimeras invadieron mi mente.
Un montón de animales rabiosos eran impulsados por el torbellino de un mar sangrante que no finalizaba. Sin estimular, desperté. Tenía las piernas y los brazos pesados e inertes. Mientras mi padre me levantaba Lucio acechaba expectante. Nos encaminábamos a la quinta de la abuela Mirna en Las Acarias. Una quinta inmensa, con un gran sauce en el centro del jardín, y un nítido estanque con mandarines. Solíamos ir los viernes en la noche, dormíamos en literas, comíamos pan de viena con almíbar frente al lago y volvíamos el domingo de madrugada.
Volvimos a casa, y al abrir la puerta unos pájaros alborotados salieron surcando. Nos encontramos con una especie de zoológico, estaba repleto de animales en cautiverio. Un pato se paseaba por el pasillo que da al patio, un oso destrozaba la colección de enciclopedia, dos siameses se relamían mientras un persa los miraba enajenado desde el suelo. Me repantigué en el cemento frío y al acariciarlo, me arañó el brazo. Grité de un susto, aunque no me dolió. El incidente despertó a los toros que se abalanzaron hacia mi terno carmesí y me despidieron contra la pared.
Me sentí muy tensa y con dolor abrí los ojos. Vi a mi hermano queriendo persuadirlos y enfurecidos lo golpearon contra las rejas. Luego de una tormenta de ruidos metálicos, comenzó a sangrarle la espalda. Poco a poco se llenó la casa de escarlata. Los toros emergieron junto a todo lo demás, nos llevaba la corriente sin fenecer. Lucio me agarró del brazo, me dio un revulsivo negro y titubeante, bebí del frasco, cerré fuertemente los ojos por un momento. Mientras oía sus disculpas entre borbotones, el mar comenzó a sucumbir; recién volvíamos de la quinta, y tomábamos un té con mi hermano.
Posiblemente escriba esta carta por razones que no me coaccionan a tener que hacerlo, si discurriendo los hechos seguirás erguido en tu honra y no vas a hurgar en lo estropeado. Han pasado tantos años desde que te has ido. La casa está más fría que hace un tiempo, las flores del corredor no las he atendido lo suficiente, se ven de cartón con la cara pálida, se ladean de costado. Otto lagrimeando muy fatigado se mete entre mis piernas, reniega más que cualquier matusalén del barrio, y los tifones del municipio. No es el único que de noche en noche le surgen cóleras y migrañas, que te añora de pena y punzada en el vientre, de rabia y baldío.  Te escribo aunque fuimos errantes e infantes abrumantes, me consta que no has olvidado los días de ocaso perenne, guisando y yaciendo con zumo de agrado y sosiego.  Clara Boumén te envía saludos de vez en cuando, en mitad de la calle al supermercado. Yo no he dicho nada. No he dicho que a buena hora circulo por la avenida y los callejones planeandoté. No he contado que te has ido, ni que también he partido. Pues traigo tus flores, aquellos naipes de Irlanda, los postres en recetas demoiselles, redomas, vasijas de vidrio con Otto tras mi zancada en tu sitio vacante. Posiblemente escriba esta carta por razones que no me coaccionan a tener que hacerlo, si discurriendo los hechos es tan inútil como encenderle la luz a un niño dormido.